Artículo de Rafa Herrero publicado en El Diario.es Andalucía

En política, hay textos que nacen para resolver una coyuntura y otros que nacen para abrir un camino. El Manifiesto de Andalucía se levanta pertenece a esta segunda categoría. No es una proclama al uso ni un documento para salir del paso. Es, sobre todo, una invitación a mirarnos como pueblo sin pedir permiso para existir políticamente.
Sé que en las últimas semanas han circulado bulos y caricaturas sobre su origen y su intención. Es comprensible: todo lo que cuestiona inercias genera resistencia. Pero basta leerlo con atención para comprobar que está en las antípodas de lo que algunos han dicho. No es un capricho, ni una operación oculta, ni un ejercicio de oportunismo. Es la consecuencia natural de una trayectoria política y social que, desde hace décadas, ha sido coherente incluso en tiempos de soledad. La CUT y quienes han estado en esa trinchera saben que la dignidad no se negocia y que Andalucía no puede esperar siempre a que otros resuelvan por ella.
El manifiesto habla de las necesidades y anhelos de la clase trabajadora andaluza sin disfraces. Pan, trabajo, techo, servicios públicos, derechos, soberanía sobre lo que producimos. Son demandas sencillas de decir y muy difíciles de conseguir cuando la agenda política se decide lejos y se aplica aquí sin preguntar. Por eso es tan importante no dejar que este texto se encierre en el cajón de los símbolos: es una herramienta para ordenar prioridades y construir acuerdos que partan de Andalucía hacia fuera, y no al revés.
Firmarlo no es un gesto romántico, sino una manera de situarse en el mapa político. En un momento en el que todo empuja a Andalucía a ser vagón de un tren que no conduce, decir que queremos ser locomotora es un acto de responsabilidad. Y aquí entra la metáfora que mejor lo describe: en la carreta que recorre el camino de arena hasta llegar a la feria, el eje es invisible para la mayoría, pero sin él no hay avance. Podemos Andalucía tiene la oportunidad —y yo creo que la obligación— de ser ese eje que mantenga el rumbo, absorba los golpes del terreno y permita que la marcha siga, por dura que sea la cuesta.
Por eso me parece un error intentar encajar este manifiesto en la lógica de partidos que ya no suman. Formaciones que, en la práctica, son inexistentes en Andalucía, pero que algunos meten en el debate como si fueran la némesis imprescindible para que sus tesis ganen recorrido. Nombrarlos es darles una relevancia que ya no tienen y, lo que es peor, es seguir colocando a nuestra tierra en un juego que se decide fuera y que poco o nada aporta aquí. El manifiesto no nació para servir de ficha en ese tablero, sino para marcar su propio terreno de juego. El momento que vivimos no es cualquiera. Las fuerzas que se reclaman andalucistas tienen que preguntarse si su distancia con el manifiesto es por no compartir su horizonte o por miedo a que ese horizonte obligue a mover fichas que ahora están cómodas. Y no hablo solo de partidos: hablo de todos los que sienten esta tierra como algo más que un decorado electoral.
El manifiesto no cierra puertas, las abre. No pide adhesiones ciegas, pide compromiso sincero. Y en ese sentido, no es excluyente: es una invitación a que quien quiera unirse lo haga desde la lealtad a Andalucía y desde su peso constituyente en la construcción de una nueva realidad en el conjunto del Estado. Es normal que haya matices, que no se esté de acuerdo en todo, pero si de verdad se comparte el objetivo de mejorar la vida de la gente aquí, no hay razón para no sentarse a construir a partir de él.
Yo lo he firmado porque creo que es una base sobre la que se puede empezar a levantar un proyecto más amplio y más sólido. Un punto de partida que permita a la izquierda andaluza avanzar con pie propio, sin pedir permiso ni esperar a que otros marquen el ritmo. Si conseguimos que este manifiesto sea el inicio de un diálogo real, podremos convertirlo en algo más que un texto: en una hoja de ruta compartida para una Andalucía que decide por sí misma y piensa en grande para su gente.